A veces uno da pasos por la vida, y encuentra distintas maneras de sonreír cada centímetro de distancia. Empiezas saliendo de casa saludando a quien cercano se te cruce en la vida y piensas: “seguramente su día será mejor que cualquiera.”
Ayer, si no fuese por el comentario casi imperceptible de mi hermano mayor, el cual aludió que una diminuta brisa relampagueaba sus tobillos al momento de estar en el computador, y escuchar que a unos amigos les paso lo mismo en ese mismo computador, no hubiese recordado en el bus lo que una prima dijo alguna vez: “las almas que van a morir, penan por siete días antes y siete días después de su muerte”. Mi madre, muy creedora de esas cosas, me lo hizo recordar (bah, buen momento para no dormir en el bus) y de un modo casi dramático, hacía preocuparme diciendo que quizás a ella le pasaría algo malo (cosa que si era creíble y preocupable, pues ha estado delicada de salud).
Crucé un peatonal para dirigirme a casa de un amigo, donde fui a programar algunos proyectos personales, todo iba con la más absoluta normalidad, fue un espacio cordial, de música y conversación, salí presuroso a recoger a mi madre hasta que sentí cierto frío solitario en el camino (algo extraño, a pesar que llevaba poca ropa encima).
Cruce a esperar un nuevo colectivo, y empezó el festival. Un tipo no muy orbitado mentalmente se me acercó de manera inquietante, con las manos en los bolsillos, sacó una y me la estrechó raudamente, parecía extraño, más no delincuente, me miró a los ojos, su mirada era algo profunda y única, como la del desaparecido Ian Curtis, traté de evitarlo y al instante tomé un taxi, donde quise sentirme más tranquilo.
Sin embargo, no fue todo. Si no fuese que aprecio los taxis porque muy aparte de llevarme rápido a casa, siempre se encuentran historias nuevas detrás de cada conductor, este tipo, quintogenario a simple vista, empezó a intimidarme con cuentillos sobre “malos taxistas”, de ellos que te sacan una navaja o te secuestran solo por satisfacer sus necesidades económicas, a veces, carnales. A pesar de su edad, y de la luz apagada, me sentí menos seguro que afuera con aquel desorbitado. Sentí que no trata de contarme lo que había en otros taxis, sino que en su propio taxi lo podría sufrir. Sus relatos me sonaron más a amenaza que recomendación. Quería salir de ahí, bajarme pronto pero estaba en plena vía peligrosa (recordando a Lima, la intranquila). Con un poco de ingenio supe cambiar de conversación, mi destino en San Luis no estaba muy lejos, así que baje del carro tan rápido como subí, pague, y me fui.
Y ahí estuve, frente a una pared gigante, con un portón de donde se suponía estaría mi madre y mis tíos. Por un rango de 15 minutos llamaba a la puerta y nadie salía. Oh Dios, el celular me sonaba a sin saldo, las calles esta vez, se volvieron fantasmales, las cuadras largas, anchas, frías y vacías, lo único que me hacía compañía era mi sombra, mis 5 soles y mi intento de usar la casilla de voz en caso de emergencia. Caminé hasta hallar un teléfono público, llame y mi madre estaba a 10 minutos de casa. Intenté razonar y ver la manera de salir de ahí, pues me esperaba todo un callejón oscuro, igual de desolador, frío y vacío por cruzar hasta llegar a la pista. ¡AL FIN LA CRUCÉ!, me dije cuando tomé el carro, busque el asiento mas distante y trasero para sentarme, cuando vi a mi lado una académica me sentí… algo más alagado, mas reconfortante pues presagiaba que podía disfrutar (después de tanto espanto) un agradable viaje rumbo a casa.
Dos cuadras más abajo, sube un tipo de tez clara, cabello castaño, buzo azul y polo blanco, lo recuerdo no solo por su mal olor axilar, sino por que me pidió de regalo una moneda (la cual no tenía y tampoco se la iba a dar), pues me recordaba aquellos historiadores clásicos de la Lima moderna, que sin viajes ni lapiceros, ni sueños ni musas, se suben a los carros y te cuentan mil y un historias fantasiosas, muchas de ellas, repetidas.
Me incomodé bastante, mas por que atravesó la visión que tenía hacia la académica, a quien también muy malcriadamente le pidió una moneda. Hizo lo mismo con un señor de adelante, y si no fuese, porque parecía que escondía algo debajo del polo, engranado en el buzo, no me hubiera cambiado de asiento.
Por un instante imaginé: El servil cobrador lo bajará, pues sin dinero no puede viajar. Pero no fue así, misteriosamente seguía en el carro, lo vi de reojo y note, que me buscaba, quizás por el desprecio que le mostré ante tantas incomodidades que gentilmente me brindó al sentarse a mi lado, aún así recordé aquello que escondía debajo del polo. Es así, que estando adelante, se me vino a la mente el desorbitado joven, tan oscuro como Ian Curtis, el taxista quintogenario, tan tenebroso, las calles de San Luis tan frías, vacías y muertas entre sus luces naranja, pensé que quizás ese viento friolento que ahuyentaba a mi hermano y amigos en el computador (que yo también uso con frecuencia) no era el de mi madre, ni del viento de la puerta ni mi gato juguetón, imaginé “no puedo ser yo…”, pero tampoco quise que fuese mi madre, entre tanto pensamiento, tantas conclusiones y tanto atormento, vi por el retrovisor que aquel castaño estaba de pie, (pues antes estaba sentado muy atrás) y cerca de mi asiento; por el reflejo de la ventana note que buscaba alguien adelante, si, justo por donde yo estaba, quise imaginar que no era a mi a quien buscaba, esa hora dentro del bus, me sentí perseguido, intimado por alguien que ni yo sabía que buscaba, la gente seguía subiendo, muchos notaron mi nerviosismo al punto de pensar que estaba enfermo. Quise bajar pero me di cuenta que esas calles no tenían la misma tranquilidad que Paris o Sydney, no encontraba tan siquiera un policía o serenazgo a quien recurrir en caso de un psicópata, por último ni un psiquiatra en caso de locura. Ya casi al llegar a casa, note que ese castaño ya no estaba, pero el retrovisor me trajo más malas sorpresas, eran miradas que seguían a la mía como buscando algo, me sentí preocupado y mucho más asustado, pues esta vez ya no sabía quien sería el siguiente en perseguirme, el siguiente en buscarme, contarme cuentos, el siguiente que me hiciera sentir que no existe nadie más alrededor mas que mi sombra, y yo. Noté milagrosamente que faltaba solo una cuadra para llegar a casa, sigilosamente vi si alguien más bajaba conmigo, al no ser así, bajé, vi mi barrio, mis calles, mis amigos, las personas a las que en la mañana vi y me pregunte que sus días serían mejores que los míos, y parece que así fue.
En medio de toda esa jungla de risas, esquinas con amigos, y un partido de fútbol, entré a casa mientras todos dormían, abrace a mi cama como nunca antes lo hice, apagué la luz, y luego me senté en el computador, extrañamente, sentí un viento en mis pies, pero mas apacible que el contado por mi hermano, traté de ignorarlo pues estaba en casa, llegaron mis hermanos y conversé con ellos. La sonrisa había vuelto a mis labios y hoy, que escribo esto lo veo casi solo como un ayer, como si caminando por la vida este hubiese sido el encuentro más cercano con aquello que uno no busca, sino llega sola, quizás exista un nivel o una distancia entre la vida y la muerte el cual a veces uno no se da cuenta y cae. No se si tengo la buena o mala suerte de haberme dado cuenta de cierto modo que mi existencia estaba en un punto cercano al infinito, si es así, que se de una vuelta dentro de unos años cuando mis pecados ya estén excomulgados, cuando las personas a quien amo sean felices conmigo o sin mi, ahora no, como que yo mismo me necesito para andar muriendo todos los días.
Ayer, si no fuese por el comentario casi imperceptible de mi hermano mayor, el cual aludió que una diminuta brisa relampagueaba sus tobillos al momento de estar en el computador, y escuchar que a unos amigos les paso lo mismo en ese mismo computador, no hubiese recordado en el bus lo que una prima dijo alguna vez: “las almas que van a morir, penan por siete días antes y siete días después de su muerte”. Mi madre, muy creedora de esas cosas, me lo hizo recordar (bah, buen momento para no dormir en el bus) y de un modo casi dramático, hacía preocuparme diciendo que quizás a ella le pasaría algo malo (cosa que si era creíble y preocupable, pues ha estado delicada de salud).
Crucé un peatonal para dirigirme a casa de un amigo, donde fui a programar algunos proyectos personales, todo iba con la más absoluta normalidad, fue un espacio cordial, de música y conversación, salí presuroso a recoger a mi madre hasta que sentí cierto frío solitario en el camino (algo extraño, a pesar que llevaba poca ropa encima).
Cruce a esperar un nuevo colectivo, y empezó el festival. Un tipo no muy orbitado mentalmente se me acercó de manera inquietante, con las manos en los bolsillos, sacó una y me la estrechó raudamente, parecía extraño, más no delincuente, me miró a los ojos, su mirada era algo profunda y única, como la del desaparecido Ian Curtis, traté de evitarlo y al instante tomé un taxi, donde quise sentirme más tranquilo.
Sin embargo, no fue todo. Si no fuese que aprecio los taxis porque muy aparte de llevarme rápido a casa, siempre se encuentran historias nuevas detrás de cada conductor, este tipo, quintogenario a simple vista, empezó a intimidarme con cuentillos sobre “malos taxistas”, de ellos que te sacan una navaja o te secuestran solo por satisfacer sus necesidades económicas, a veces, carnales. A pesar de su edad, y de la luz apagada, me sentí menos seguro que afuera con aquel desorbitado. Sentí que no trata de contarme lo que había en otros taxis, sino que en su propio taxi lo podría sufrir. Sus relatos me sonaron más a amenaza que recomendación. Quería salir de ahí, bajarme pronto pero estaba en plena vía peligrosa (recordando a Lima, la intranquila). Con un poco de ingenio supe cambiar de conversación, mi destino en San Luis no estaba muy lejos, así que baje del carro tan rápido como subí, pague, y me fui.
Y ahí estuve, frente a una pared gigante, con un portón de donde se suponía estaría mi madre y mis tíos. Por un rango de 15 minutos llamaba a la puerta y nadie salía. Oh Dios, el celular me sonaba a sin saldo, las calles esta vez, se volvieron fantasmales, las cuadras largas, anchas, frías y vacías, lo único que me hacía compañía era mi sombra, mis 5 soles y mi intento de usar la casilla de voz en caso de emergencia. Caminé hasta hallar un teléfono público, llame y mi madre estaba a 10 minutos de casa. Intenté razonar y ver la manera de salir de ahí, pues me esperaba todo un callejón oscuro, igual de desolador, frío y vacío por cruzar hasta llegar a la pista. ¡AL FIN LA CRUCÉ!, me dije cuando tomé el carro, busque el asiento mas distante y trasero para sentarme, cuando vi a mi lado una académica me sentí… algo más alagado, mas reconfortante pues presagiaba que podía disfrutar (después de tanto espanto) un agradable viaje rumbo a casa.
Dos cuadras más abajo, sube un tipo de tez clara, cabello castaño, buzo azul y polo blanco, lo recuerdo no solo por su mal olor axilar, sino por que me pidió de regalo una moneda (la cual no tenía y tampoco se la iba a dar), pues me recordaba aquellos historiadores clásicos de la Lima moderna, que sin viajes ni lapiceros, ni sueños ni musas, se suben a los carros y te cuentan mil y un historias fantasiosas, muchas de ellas, repetidas.
Me incomodé bastante, mas por que atravesó la visión que tenía hacia la académica, a quien también muy malcriadamente le pidió una moneda. Hizo lo mismo con un señor de adelante, y si no fuese, porque parecía que escondía algo debajo del polo, engranado en el buzo, no me hubiera cambiado de asiento.
Por un instante imaginé: El servil cobrador lo bajará, pues sin dinero no puede viajar. Pero no fue así, misteriosamente seguía en el carro, lo vi de reojo y note, que me buscaba, quizás por el desprecio que le mostré ante tantas incomodidades que gentilmente me brindó al sentarse a mi lado, aún así recordé aquello que escondía debajo del polo. Es así, que estando adelante, se me vino a la mente el desorbitado joven, tan oscuro como Ian Curtis, el taxista quintogenario, tan tenebroso, las calles de San Luis tan frías, vacías y muertas entre sus luces naranja, pensé que quizás ese viento friolento que ahuyentaba a mi hermano y amigos en el computador (que yo también uso con frecuencia) no era el de mi madre, ni del viento de la puerta ni mi gato juguetón, imaginé “no puedo ser yo…”, pero tampoco quise que fuese mi madre, entre tanto pensamiento, tantas conclusiones y tanto atormento, vi por el retrovisor que aquel castaño estaba de pie, (pues antes estaba sentado muy atrás) y cerca de mi asiento; por el reflejo de la ventana note que buscaba alguien adelante, si, justo por donde yo estaba, quise imaginar que no era a mi a quien buscaba, esa hora dentro del bus, me sentí perseguido, intimado por alguien que ni yo sabía que buscaba, la gente seguía subiendo, muchos notaron mi nerviosismo al punto de pensar que estaba enfermo. Quise bajar pero me di cuenta que esas calles no tenían la misma tranquilidad que Paris o Sydney, no encontraba tan siquiera un policía o serenazgo a quien recurrir en caso de un psicópata, por último ni un psiquiatra en caso de locura. Ya casi al llegar a casa, note que ese castaño ya no estaba, pero el retrovisor me trajo más malas sorpresas, eran miradas que seguían a la mía como buscando algo, me sentí preocupado y mucho más asustado, pues esta vez ya no sabía quien sería el siguiente en perseguirme, el siguiente en buscarme, contarme cuentos, el siguiente que me hiciera sentir que no existe nadie más alrededor mas que mi sombra, y yo. Noté milagrosamente que faltaba solo una cuadra para llegar a casa, sigilosamente vi si alguien más bajaba conmigo, al no ser así, bajé, vi mi barrio, mis calles, mis amigos, las personas a las que en la mañana vi y me pregunte que sus días serían mejores que los míos, y parece que así fue.
En medio de toda esa jungla de risas, esquinas con amigos, y un partido de fútbol, entré a casa mientras todos dormían, abrace a mi cama como nunca antes lo hice, apagué la luz, y luego me senté en el computador, extrañamente, sentí un viento en mis pies, pero mas apacible que el contado por mi hermano, traté de ignorarlo pues estaba en casa, llegaron mis hermanos y conversé con ellos. La sonrisa había vuelto a mis labios y hoy, que escribo esto lo veo casi solo como un ayer, como si caminando por la vida este hubiese sido el encuentro más cercano con aquello que uno no busca, sino llega sola, quizás exista un nivel o una distancia entre la vida y la muerte el cual a veces uno no se da cuenta y cae. No se si tengo la buena o mala suerte de haberme dado cuenta de cierto modo que mi existencia estaba en un punto cercano al infinito, si es así, que se de una vuelta dentro de unos años cuando mis pecados ya estén excomulgados, cuando las personas a quien amo sean felices conmigo o sin mi, ahora no, como que yo mismo me necesito para andar muriendo todos los días.