viernes, 19 de enero de 2018

Agujeros



Año 2635 
– ¿Crees en la reencarnación? – preguntó Torem.
– No, no lo sé – respondió Marthum.
– Siento que esta calle ya la había visto antes. ¿observas aquel obelisco tridimensional que se levanta sobre las luces de neón intermitentes? Es como si mi aura la reconociera, como si en el futuro o en el pasado ya hubiese estado aquí.
– Deja de decir tonterías.

Marthum había anotado en un pequeño pad enlazado en su muñeca tres números iguales:

111

Luego de ello, continuó. Tenían que encontrar junto a Torem a una antigua líder rebelde llamada Phasía. Según la última señal, un destello la había escondido dentro de una ciudad virtual al norte de la ciudad de Lumira.

– Torem, enciende el transbordador, he recibido una ubicación.
– Enseguida.

Marthum tenía una orden del líder de los Centinelas, comando operacional de Lumira que lo tenía como capitán.

– Tienes que matarla, Marthum. Lumira depende de la sobreviencia de Phasía, si ella vive, nosotros desaparecemos. Tienes que traer el catalizador que le da vida, lo necesitamos para reparar el núcleo de Lumira.
– Mis sentimientos han sido suprimidos, mi conciencia reprogramada y mis emociones resguardadas en un servidor espectral. Cumpliré la misión, pero usted deberá reprogramarme después.
– Así lo haremos, Marthum.

Delante de Phasía, se iluminó un destello en un microsegundo. Tenía entonces seis hologramas de cañones plasma listos para disparar. Un transbordador aterrizaba delante de ella lanzándole una descarga eléctrica. Marthum descendió después de Torem, quien lanzó una potente voz:

– Comandante Phasía, en nombre del reinado de Lumira queda arrestada por rebelión, entréguese para pr….

Un golpe detuvo aquel breve discurso. Desmayado sobre los escalones del transbordador, Marthum avanzó con una mirada fija sobre el rostro de Phasía. Desde el pad de su brazo puso en cuarentena a los cañones y les desactivó el modo de ataque, se acercó a unos dos metros de distancia y la observó fijamente antes de decir algo.


Año 1215.
El fuego siempre ha sido capaz de encender algo más que simples trozos de madera. Si danzas alrededor de él, puedes incluso ver las vidas que tienes vividas sin darte cuenta. Los sueños, dice Altrimo, viejo líder de una tribu Erquima, son las manchas de vidas pasadas y vidas futuras que vuelven a ti en forma de recuerdos o premoniciones. Nunca te olvides de las cosas con las que sueñas. Trata de entenderlas siempre, cuando llueve y sueñas lluvia, aprende a observar su dirección, su firmeza, su calidez. Si sueñas muerte, ten cuidado. El Dios que te roba las vidas para alimentar su mar negro suele caminar por las noches. Si sueñas con sirenas, debes saber reconocerlas. Un pez, querido Belizar, es el comienzo de la vida. El hombre ha salido de los mares en busca de olvidar como se movía. Y el hombre, al cansarse de pisar, extendió sus brazos para volar. Ese es el camino de la evolución. Agua, tierra, aire. Solo aquellos que logran sobre pasar la sabiduría que te brinda el tiempo pasan a un cuarto nivel: la reencarnación, la redención hacia otra armadura, hacia otro ente que puede llevarte en forma de pez, de lobo, o de halcón. Tú eliges que quieres soñar, tú eliges en quien quieres reencarnar.

– Quiero ser un halcón, viejo Altrimo.
– Necesitas aprender más de lo que ya sabes, Belizar. El halcón es la reencarnación más difícil, y la más deseada.
– ¿y crees qué siendo halcón, pueda cruzar la montaña Pritza?
– Si el halcón no logra cruzar, tu alma morirá, y cruzará hacia otro cuerpo.
– Quiero cruzar Pritza.
– Si lo haces, podrás llegar incluso a las estrellas.
– Quiero cruzar Pritza, y llegar a las estrellas entonces.

Altrimo sabía de la decisión que atormentaba a Belizar. Los Leguneces tenían un protocolo de ascenso muy especial. Después de los 16 honores, un hijo nacido en Legunia estaba obligado a realizar un ritual. Con los ojos vendados ingresaba a un bosque de árboles pequeños donde, atadas de cabeza, cien mujeres de la tribu yacían satisfechas de ser sacrificadas en honor al poderoso dios Hema. La leyenda decía que Hema, en una sangrienta batalla contra las Drómades, logró alzar su hacha y matar a todo un ejército solo con el poder del viento. Y después de un remolino infernal, juntó los cadáveres de centenares de miles de Drómades, y las dejó apiladas creando así la montaña de Pritza. Desde entonces, los hijos de Legunia se inducían a un ritual donde la sangre de la mujer homenajeaba tal acontecimiento.

– La sangre de una mujer es la mejor llave para llegar a Hema – decían.
– Es mi turno entonces – respondió Belizar.

Fue entonces que Belizar cogió una lanza llena de fuego. En menos de que termine una canción, empezó a golpear cada árbol y a clavar sin remordimiento. Contando en su cabeza la cantidad necesaria, se disponía a golpear.

– Ya solo me faltan diez, los viejos crearán canciones en mi nombre y me recordarán como un verdadero heredero de Hema

De pronto, al contar cien, se quitó la venda de los ojos, subió hasta una torre del tamaño de tres caballos juntos, soltó un enorme lienzo que, al caer, avivó las llamas que su lanza había impregnado en cada árbol al que iba clavando. La hazaña estaba lista, en ese momento solo imaginaba sobre las historias que sus hijos, y los hijos de sus hijos contarían sobre él.

De pronto, todo el fuego oscureció.

Nadie le contó sobre la decisión del viejo Altrimo de escoger, entre una de las cien doncellas, a Thuliza, hija del herrero de la aldea.

Belizar corrió sin frutos a apagar el fuego, a tratar de cerrar la herida de donde brotaba la sangre que alimentaba a Hema. Las historias ya no hablarían de su hazaña si no, de la desesperación que tuvo al querer revertir eso por lo que tanto había luchado.

El fuego consumía la piel de Thuliza, y aunque nadie lo escuchó, dentro de la cabeza de Belizar se escuchó el estruendo de un rayo partiendo en mil trozos algo que el entendía como su corazón.

– Quiero ser un halcón, repetía. Las Drómades escondieron la vara de Quila, y voy a encontrarla del otro lado de Pritza.
– Tu deseo de traer a Thuliza te impedirá que tu cuerpo navegue hacia un pez, un lobo, o nuevamente un halcón.
– No me importa, quiero ser un halcón.
– Acompáñame, pequeño Belizar. Le pediré a Hema que te dé la sabiduría que buscas para que puedas no ser un pez ni un lobo. Volarás de la muerte a las Drómades. Ojalá el fuego te deje regresar.


Año 1996
–¿Te encuentras bien?
– ¿dónde estoy?
– Acabas de cruzar a toda prisa la calle principal, te diriges sin temor a equivocarme, a la estación central. ¿estás bien?
– Acabo de escapar.
– ¿De dónde?
– De los espejos.
– ¿Cuáles espejos? ¿estás loco? ¿tomaste algo? Dime, Sebastián.

Desorbitado, agitado, temeroso, Sebastián trataba de calmarse sin mirar atrás. Recuperó de dos respiros el aliento, y corrió.

– ¡Irene!
– Sebastián, por favor. Ya déjala en paz.
– Debo encontrarla.
– Esta muerta, ¿entiendes? ¡muerta!
– No lo entiendes.
– Sebastián cálmate (corre junto con él)
– Dame tu tarjeta, necesito entrar.
– ¿A dónde irás?
– Ven a verlo.

Nicolás no podía creerlo. Dos años antes, encontró exactamente en esta misma situación a Sebastián. La diferencia es que aquella vez recién había pasado dos semanas desde que Irene había muerto. Cortesía de un accidente en el jardín y la pésima combinación de un piso mojado, un rastrillo mal colocado y un acero algo afilado que, ante la caída, ingresó directamente al corazón de Irene. Sebastián jamás se perdonó nunca nada. Ni haberla invitado, ni haber tratado de limpiar el jardín, ni de haber comprado en alguna oferta de mercado el rastrillo. El plan era el siguiente:

– Voy a entra a la casa, y gritaré. Tu vendrás con Irene corriendo y mientras entras, yo saldré por la ventana del patio y con el rastrillo dibujaré en el patio un corazón con nuestras iniciales.
– ¿estás seguro Sebastián?
– ¿Seguro? Claro que sí, que mejor idea que pedirle matrimonio el día de su cumpleaños.
– Deja de leer demasiados a Oscar Wilde.
– Ayúdame, amigo, o será mejor decirte ¿padrino?
– Me estás jodiendo.
– ¿compraste el anillo con el detalle estrellas? Dámelo, y prepárate. Apenas grite, corran a buscarme.
– Queda.

Dos días después, había un ramo de rosas descendiendo sobre las puertas de un ataúd que tenían, curiosamente, el nombre de Irene escrito dentro de un corazón, y dentro de ese reservorio de pena, en uno de los dedos, iba el anillo que debía unir aquel compromiso que jamás empezó.

Año 2635 
– ¿vas a matarme?
– No. Ya lo hice antes, dos veces.
– Si no lo haces, el catalizador destruirá Lumira.
– Si lo hago, estaré obligado a destruirme a mi mismo.
– Cumple tu deber, salva a Lumira, es tu gente.
– Yo los cree. No existe ningún solo residente de Lumira que no haya sido programado por mí.
– Es tu creación, ¿y la vas a destruir?
– Sólo quedan dos personas no programadas en la actualidad, y somos tú y yo.
– Yo no tengo corazón, tengo un catalizador. Eso me hace inhumana.
– Y a mí me hace culpable.


Año 1215
– Belizar, después de cortarte la cabeza, no hay vuelta atrás.
– Hágalo.

Un halcón levantó vuelo tan pronto como pudo. Pritza estaba lejos aún, pero logró sobrevolarlo pronto. Un día antes Belizar había soñado con algo que no entendía. Era un aparato que medía el tiempo y él, era capaz de manipularlo. Hacía atrás y hacía adelante. Lo había obsesionado, pero sabía que entenderlo y manejarlo era algo sumamente improbable. Tan pronto como pudo, el halcón ingresó hacia una cueva alejada más allá de Pritza. En territorio Drómade, la espesa neblina escapaba de un resplandor escondido. Había encontrado la vara de Quila, la sabiduría de Altrimo le permitió dejar el halcón y salir en forma de espectro. Belizar estaba frente a la vara y solo pude pedir un único deseo en honor a Thuliza:

– Permíteme navegar en el tiempo.

Año 1996
– El tren aún va a demorar cinco minutos, Sebastián, ¿a dónde iremos?
– Tú no irás, Nicolás.
– ¿De qué mierda hablas?
– ¿Crees en la reencarnación?
– Esas son cojudeces, dime a donde iremos.

Sebastián se percató de que el tren se acercaba.

– He tenido un sueño Nicolás – repetía, mientras el estruendo de los rieles se intensificaba. Una lágrima descendía entonces de la mejilla de Sebastián.
– Ni lo pienses…
– He soñado, sabes; un halcón ha venido a mí desde hace dos años, todos los días, me mostró el viaje. Ya nada en esta vida tiene un orden sin Irene, y si no funciona, si es que no funciona, al menos dejaré de sufrir.
– No seas huevón, ven aquí – Nicolás corrió hacía Sebastián.
– Mi próximo destino es Lumira.

Un charco de sangre se impregnó en la estación. Los gritos de impresión y desesperación se apoderaron de Nicolás. Y mientras la gente se abultaba alrededor de esa tenebrosa escena, Nicolás pudo notar que antes de saltar, en la mano izquierda de Sebastián, brillaba reluciente un anillo con detalles de estrellas.

Año 2635

Marthum activó por última vez el pad de su brazo. Inició una secuencia encriptada que le pedía una clave numeral de acceso: 111, digitó. Y de pronto, una proyección se encendió en el espacio. Recuerdos de una vida que no habían sido borrados de la mente de Marthum. Un halcón, una montaña, un jardín, una estación, vidas pasadas danzaban delante de los ojos marrones claros de Phasía. El catalizador aceleraba, los hologramas y el transbordador empezaron a apartarse por la inercia.

– ¿Crees en la reencarnación? – le preguntó Marthum.
– ¿Quién eres tú? ¿Quién soy yo?
– Thuliza, Irene, Phasía. – Replicó – Ojalá pudieras entender lo que yo entiendo. Ojalá pudieras sentir lo que yo siento. Ojalá pudieras verte a través de mis ojos. Ha sido un camino largo desde Pritza hasta aquí. Por ti he muerto dos veces y con eso cumplo con honrar tus dos muertes. No puedo matarte una vez más.
– ¿Es por eso que no tengo corazón?
– Ni yo tampoco, pero puedo entregarte algo más.

Marthum colocó sobre los dedos de Phasía un anillo con detalle de estrellas. El brillo ya no era el mismo, pero consigo traían los gritos de miles de noches tratando de encontrarla. Al instante, Marthum clavó una estaca en el catalizador, Phasía y Lumira cayeron al mismo tiempo, Marthum presionó un botón al costado del pad y los cañones volvieron a modalidad de ataque. Los disparos no se oyeron gracias al sonido de una ciudad que moría. En menos de diez segundos, solo se divisaban rastros de polvo y fuego.


Año 2018.
– Aló. P. ¿Crees en la reencarnación?
– Hola, no.

– Perfecto – pensó N.– Esta será entonces, la última historia.