Año 2635
– ¿Crees en la reencarnación? –
preguntó Torem.
– No, no lo sé – respondió Marthum.
– Siento que esta calle ya la
había visto antes. ¿observas aquel obelisco tridimensional que se levanta sobre
las luces de neón intermitentes? Es como si mi aura la reconociera, como si en
el futuro o en el pasado ya hubiese estado aquí.
– Deja de decir tonterías.
Marthum había anotado en un
pequeño pad enlazado en su muñeca tres números iguales:
111
Luego de ello, continuó.
Tenían que encontrar junto a Torem a una antigua líder rebelde llamada Phasía.
Según la última señal, un destello la había escondido dentro de una ciudad
virtual al norte de la ciudad de Lumira.
– Torem, enciende el
transbordador, he recibido una ubicación.
– Enseguida.
Marthum tenía una orden del
líder de los Centinelas, comando operacional de Lumira que lo tenía como capitán.
– Tienes que matarla, Marthum.
Lumira depende de la sobreviencia de Phasía, si ella vive, nosotros desaparecemos.
Tienes que traer el catalizador que le da vida, lo necesitamos para reparar el
núcleo de Lumira.
– Mis sentimientos han sido
suprimidos, mi conciencia reprogramada y mis emociones resguardadas en un
servidor espectral. Cumpliré la misión, pero usted deberá reprogramarme
después.
– Así lo haremos, Marthum.
Delante de Phasía, se iluminó
un destello en un microsegundo. Tenía entonces seis hologramas de cañones plasma
listos para disparar. Un transbordador aterrizaba delante de ella lanzándole
una descarga eléctrica. Marthum descendió después de Torem, quien lanzó una
potente voz:
– Comandante Phasía, en nombre
del reinado de Lumira queda arrestada por rebelión, entréguese para pr….
Un golpe detuvo aquel breve
discurso. Desmayado sobre los escalones del transbordador, Marthum avanzó con
una mirada fija sobre el rostro de Phasía. Desde el pad de su brazo puso en
cuarentena a los cañones y les desactivó el modo de ataque, se acercó a unos
dos metros de distancia y la observó fijamente antes de decir algo.
Año 1215.
El fuego siempre ha sido capaz
de encender algo más que simples trozos de madera. Si danzas alrededor de él,
puedes incluso ver las vidas que tienes vividas sin darte cuenta. Los sueños,
dice Altrimo, viejo líder de una tribu Erquima, son las manchas de vidas
pasadas y vidas futuras que vuelven a ti en forma de recuerdos o premoniciones.
Nunca te olvides de las cosas con las que sueñas. Trata de entenderlas siempre,
cuando llueve y sueñas lluvia, aprende a observar su dirección, su firmeza, su
calidez. Si sueñas muerte, ten cuidado. El Dios que te roba las vidas para
alimentar su mar negro suele caminar por las noches. Si sueñas con sirenas,
debes saber reconocerlas. Un pez, querido Belizar, es el comienzo de la vida.
El hombre ha salido de los mares en busca de olvidar como se movía. Y el hombre,
al cansarse de pisar, extendió sus brazos para volar. Ese es el camino de la
evolución. Agua, tierra, aire. Solo aquellos que logran sobre pasar la
sabiduría que te brinda el tiempo pasan a un cuarto nivel: la reencarnación, la
redención hacia otra armadura, hacia otro ente que puede llevarte en forma de
pez, de lobo, o de halcón. Tú eliges que quieres soñar, tú eliges en quien
quieres reencarnar.
– Quiero ser un halcón, viejo
Altrimo.
– Necesitas aprender más de lo
que ya sabes, Belizar. El halcón es la reencarnación más difícil, y la más
deseada.
– ¿y crees qué siendo halcón,
pueda cruzar la montaña Pritza?
– Si el halcón no logra
cruzar, tu alma morirá, y cruzará hacia otro cuerpo.
– Quiero cruzar Pritza.
– Si lo haces, podrás llegar incluso a las estrellas.
– Quiero cruzar Pritza, y llegar a las estrellas entonces.
Altrimo sabía de la decisión
que atormentaba a Belizar. Los Leguneces tenían un protocolo de ascenso muy
especial. Después de los 16 honores, un hijo nacido en Legunia estaba obligado
a realizar un ritual. Con los ojos vendados ingresaba a un bosque de árboles
pequeños donde, atadas de cabeza, cien mujeres de la tribu yacían satisfechas
de ser sacrificadas en honor al poderoso dios Hema. La leyenda decía que Hema,
en una sangrienta batalla contra las Drómades, logró alzar su hacha y matar a
todo un ejército solo con el poder del viento. Y después de un remolino infernal,
juntó los cadáveres de centenares de miles de Drómades, y las dejó apiladas creando
así la montaña de Pritza. Desde entonces, los hijos de Legunia se inducían a un
ritual donde la sangre de la mujer homenajeaba tal acontecimiento.
– La sangre de una mujer es la
mejor llave para llegar a Hema – decían.
– Es mi turno entonces –
respondió Belizar.
Fue entonces que Belizar cogió
una lanza llena de fuego. En menos de que termine una canción, empezó a golpear
cada árbol y a clavar sin remordimiento. Contando en su cabeza la cantidad necesaria,
se disponía a golpear.
– Ya solo me faltan diez, los viejos
crearán canciones en mi nombre y me recordarán como un verdadero heredero de Hema
De pronto, al contar cien, se
quitó la venda de los ojos, subió hasta una torre del tamaño de tres caballos
juntos, soltó un enorme lienzo que, al caer, avivó las llamas que su lanza
había impregnado en cada árbol al que iba clavando. La hazaña estaba lista, en
ese momento solo imaginaba sobre las historias que sus hijos, y los hijos de
sus hijos contarían sobre él.
De pronto, todo el fuego
oscureció.
Nadie le contó sobre la
decisión del viejo Altrimo de escoger, entre una de las cien doncellas, a Thuliza,
hija del herrero de la aldea.
Belizar corrió sin frutos a
apagar el fuego, a tratar de cerrar la herida de donde brotaba la sangre que
alimentaba a Hema. Las historias ya no hablarían de su hazaña si no, de la
desesperación que tuvo al querer revertir eso por lo que tanto había luchado.
El fuego consumía la piel de
Thuliza, y aunque nadie lo escuchó, dentro de la cabeza de Belizar se escuchó
el estruendo de un rayo partiendo en mil trozos algo que el entendía como su
corazón.
– Quiero ser un halcón, repetía.
Las Drómades escondieron la vara de Quila, y voy a encontrarla del otro lado de
Pritza.
– Tu deseo de traer a Thuliza
te impedirá que tu cuerpo navegue hacia un pez, un lobo, o nuevamente un
halcón.
– No me importa, quiero ser un
halcón.
– Acompáñame, pequeño Belizar.
Le pediré a Hema que te dé la sabiduría que buscas para que puedas no ser un
pez ni un lobo. Volarás de la muerte a las Drómades. Ojalá el fuego te deje
regresar.
Año 1996
–¿Te encuentras bien?
– ¿dónde estoy?
– Acabas de cruzar a toda
prisa la calle principal, te diriges sin temor a equivocarme, a la estación central.
¿estás bien?
– Acabo de escapar.
– ¿De dónde?
– De los espejos.
– ¿Cuáles espejos? ¿estás
loco? ¿tomaste algo? Dime, Sebastián.
Desorbitado, agitado, temeroso,
Sebastián trataba de calmarse sin mirar atrás. Recuperó de dos respiros el
aliento, y corrió.
– ¡Irene!
– Sebastián, por favor. Ya
déjala en paz.
– Debo encontrarla.
– Esta muerta, ¿entiendes? ¡muerta!
– No lo entiendes.
– Sebastián cálmate (corre
junto con él)
– Dame tu tarjeta, necesito
entrar.
– ¿A dónde irás?
– Ven a verlo.
Nicolás no podía creerlo. Dos
años antes, encontró exactamente en esta misma situación a Sebastián. La
diferencia es que aquella vez recién había pasado dos semanas desde que Irene
había muerto. Cortesía de un accidente en el jardín y la pésima combinación de
un piso mojado, un rastrillo mal colocado y un acero algo afilado que, ante la
caída, ingresó directamente al corazón de Irene. Sebastián jamás se perdonó
nunca nada. Ni haberla invitado, ni haber tratado de limpiar el jardín, ni de
haber comprado en alguna oferta de mercado el rastrillo. El plan era el
siguiente:
– Voy a entra a la casa, y
gritaré. Tu vendrás con Irene corriendo y mientras entras, yo saldré por la
ventana del patio y con el rastrillo dibujaré en el patio un corazón con
nuestras iniciales.
– ¿estás seguro Sebastián?
– ¿Seguro? Claro que sí, que
mejor idea que pedirle matrimonio el día de su cumpleaños.
– Deja de leer demasiados a
Oscar Wilde.
– Ayúdame, amigo, o será mejor
decirte ¿padrino?
– Me estás jodiendo.
– ¿compraste el anillo con el
detalle estrellas? Dámelo, y prepárate. Apenas grite, corran a buscarme.
– Queda.
Dos días después, había un
ramo de rosas descendiendo sobre las puertas de un ataúd que tenían,
curiosamente, el nombre de Irene escrito dentro de un corazón, y dentro de ese reservorio
de pena, en uno de los dedos, iba el anillo que debía unir aquel compromiso que
jamás empezó.
Año 2635
– ¿vas a matarme?
– No. Ya lo hice antes, dos veces.
– Si no lo haces, el
catalizador destruirá Lumira.
– Si lo hago, estaré obligado
a destruirme a mi mismo.
– Cumple tu deber, salva a
Lumira, es tu gente.
– Yo los cree. No existe
ningún solo residente de Lumira que no haya sido programado por mí.
– Es tu creación, ¿y la vas a
destruir?
– Sólo quedan dos personas no
programadas en la actualidad, y somos tú y yo.
– Yo no tengo corazón, tengo
un catalizador. Eso me hace inhumana.
– Y a mí me hace culpable.
Año 1215
– Belizar, después de cortarte
la cabeza, no hay vuelta atrás.
– Hágalo.
Un halcón levantó vuelo tan
pronto como pudo. Pritza estaba lejos aún, pero logró sobrevolarlo pronto. Un
día antes Belizar había soñado con algo que no entendía. Era un aparato que
medía el tiempo y él, era capaz de manipularlo. Hacía atrás y hacía adelante.
Lo había obsesionado, pero sabía que entenderlo y manejarlo era algo sumamente
improbable. Tan pronto como pudo, el halcón ingresó hacia una cueva alejada más
allá de Pritza. En territorio Drómade, la espesa neblina escapaba de un
resplandor escondido. Había encontrado la vara de Quila, la sabiduría de Altrimo
le permitió dejar el halcón y salir en forma de espectro. Belizar estaba frente
a la vara y solo pude pedir un único deseo en honor a Thuliza:
– Permíteme navegar en el tiempo.
Año 1996
– El tren aún va a demorar
cinco minutos, Sebastián, ¿a dónde iremos?
– Tú no irás, Nicolás.
– ¿De qué mierda hablas?
– ¿Crees en la reencarnación?
– Esas son cojudeces, dime a
donde iremos.
Sebastián se percató de que el
tren se acercaba.
– He tenido un sueño Nicolás –
repetía, mientras el estruendo de los rieles se intensificaba. Una lágrima
descendía entonces de la mejilla de Sebastián.
– Ni lo pienses…
– He soñado, sabes; un halcón ha
venido a mí desde hace dos años, todos los días, me mostró el viaje. Ya nada en
esta vida tiene un orden sin Irene, y si no funciona, si es que no funciona, al
menos dejaré de sufrir.
– No seas huevón, ven aquí – Nicolás
corrió hacía Sebastián.
– Mi próximo destino es Lumira.
Un charco de sangre se
impregnó en la estación. Los gritos de impresión y desesperación se apoderaron
de Nicolás. Y mientras la gente se abultaba alrededor de esa tenebrosa escena,
Nicolás pudo notar que antes de saltar, en la mano izquierda de Sebastián,
brillaba reluciente un anillo con detalles de estrellas.
Año 2635
Marthum activó por última vez
el pad de su brazo. Inició una secuencia encriptada que le pedía una clave numeral
de acceso: 111, digitó. Y de pronto, una proyección se encendió en el espacio. Recuerdos
de una vida que no habían sido borrados de la mente de Marthum. Un halcón, una
montaña, un jardín, una estación, vidas pasadas danzaban delante de los ojos
marrones claros de Phasía. El catalizador aceleraba, los hologramas y el
transbordador empezaron a apartarse por la inercia.
– ¿Crees en la reencarnación? –
le preguntó Marthum.
– ¿Quién eres tú? ¿Quién soy
yo?
– Thuliza, Irene, Phasía. –
Replicó – Ojalá pudieras entender lo que yo entiendo. Ojalá pudieras sentir lo
que yo siento. Ojalá pudieras verte a través de mis ojos. Ha sido un camino
largo desde Pritza hasta aquí. Por ti he muerto dos veces y con eso cumplo con
honrar tus dos muertes. No puedo matarte una vez más.
– ¿Es por eso que no tengo corazón?
– Ni yo tampoco, pero puedo
entregarte algo más.
Marthum colocó sobre los dedos
de Phasía un anillo con detalle de estrellas. El brillo ya no era el mismo,
pero consigo traían los gritos de miles de noches tratando de encontrarla. Al
instante, Marthum clavó una estaca en el catalizador, Phasía y Lumira cayeron
al mismo tiempo, Marthum presionó un botón al costado del pad y los cañones
volvieron a modalidad de ataque. Los disparos no se oyeron gracias al sonido de
una ciudad que moría. En menos de diez segundos, solo se divisaban rastros de
polvo y fuego.
Año 2018.
– Aló. P. ¿Crees en la
reencarnación?
– Hola, no.
– Perfecto – pensó N.– Esta
será entonces, la última historia.