Él era alto, de tez clara,
nariz fina y ojos muy celestes. Distraído con las cosas que lee u observa,
vanidoso con las cosas que lleva siempre encima. Ella es muy delgada, de piel canela,
cabello castaño y de sonrisa dulce.
La última vez que se vieron
era más o menos hace ocho o nueve meses, un día de lluvia cuando se despidieron
sin siquiera darse un beso. Llovía en la calle, en la ciudad. En el balcón
desde donde antes se habían mirado con algo de furia. Llovía en las mejillas y
el corazón de ella.
Él despertó temprano, eran varios
meses ya. De todas formas, cuando se lastima un corazón que te aprecia siempre
se podrá encontrar en él un camino hacia la reconciliación.
-
Sabes que, si vuelves mañana, pasado, la próxima
semana, es una decisión que ya tomé. Suelo ser drástico en ese sentido.
-
Quiero que al menos lo pienses, no puedes mandar
todo al diablo así de fácil y sin remordimiento.
-
¿qué quieres después de todo? Me hiciste una
pregunta, y te di la respuesta. Y mañana si lo vuelves a preguntar te diré
nuevamente lo mismo. Ven las veces que quieras, mi decisión no cambiará.
-
Ya no me amas, verdad.
-
Lograste que pueda estar más tranquilo sin ti,
que contigo.
-
Sólo di que no me amas, y me iré. Aunque sabes
que el amor que te tengo se quedará colgado de tus ventanas, de tu edredón, de
tu sofá, se impregnará como una sombra de la que querrás deshacerte, pero a la
cuál extrañarás alguna vez.
-
Ya sabes mi respuesta.
Tantos meses desde aquella vez
en que, a tres calles de la estación, aún con el estruendo de la noche y de los
amores que se amaban en todas las habitaciones adyacentes, un corazón se rompía
en llanto y en miles de pedazos que caían en cada paso y en cada lágrima que
derramaban los ojos de ella. Una caminata interminable llena de dolor y de vergüenza
por perder lo que ella creyó le pertenecía en cuerpo y alma para siempre.
A veces para siempre solo dura
un poco tiempo.
Unas semanas antes, él la encontró
camino a la escuela de música. Su proyecto paralelo de amor había fracasado. Y escondía
detrás de sus audífonos siempre la rabia y la soledad de un fracaso anunciado. Ella
estaba sentada en el parque, leyendo un viejo libro de cuentos de terror. Él iba
con una chalina sobre el cuello y un abrigo color azul. Sabía perfectamente que
era el color preferido de ella, sabía que le emocionaban las historias de
terror, aunque en los cines prefería cerrar los ojos. Sabía también que frente
a ese banco estaba aquella dulcería donde preparaban aquel café pasado con
bizcochuelos de canela que tanto compartían.
-
¿Hola?
-
¿Qué tal, que milagro? ¿tú, de azul?
-
¿Te gusta?
-
Sabes que me encanta el color.
-
¿Qué haces aquí?
-
Leo mientras espero a alguien, no debe tardar en
llegar.
-
Oh, lo siento, no quería interrumpir, mejor te
dejo, no quiero causar molestias.
-
No, tonto. Espero a mi hermana. Está por llegar.
¿Cómo te ha ido? Me dijeron que eres feliz.
-
Siempre estoy feliz, me va bien en mis
proyectos, con mi banda. Tengo un auto nuevo.
-
Sabes a lo que me refiero, ¿verdad?
-
Bueno, no te han contado, te contaré.
Fue entonces que empezó una
conversación que no acabó nunca. La hermana de ella nunca llegó. Lo que si
llegaron fueron las tazas de café y los bizcochuelos, las horas de conversación
y de risas que hicieron que todos esos meses lejos desaparezcan poco a poco. Él la había mirado como aquella primera vez en la puerta del cine, cuando ella salía
algo perdida. Cuando se acercó a preguntarle una dirección y él con amabilidad
y algo de conveniencia la acompañó hasta su destino.
“El amor jamás muere, solo cambia de lugar” le había dicho alguna
vez, como excusándose por si alguien se enteraba de su amante. Aquella
guitarrista rítmica de una banda de Jazz. Consuelo que le duró tan poco y que le
hizo perder mucho. Quizás entonces, creyó que efectivamente, el amor dio una
vuelta como un boomerang y volvió hacia él, de nuevo con el rostro de ella, de
nuevo con la sonrisa de ella, de nuevo con la alegría y plenitud que le
transmitía.
Sucedieron más citas, ya sin
excusas. Más recuerdos compartidos, un beso robado y unas nalgadas impropias
delante de la gente. Le había tomado de la mano cuando ella le pidió pensar lo
que estaba haciendo.
-
Tomaste una decisión, y como consecuencia de
ello yo tomé muchísimas más. Te he permitido llegar hasta donde estás porque lo
he permitido, pero no te confundas. El amor que te tuve se quedó con la sombra
y la lluvia de aquella vez.
-
Espérame un poco más.
-
No espero nada de ti, y lo sabes. Es hora de
irme.
-
¿Puedo verte el sábado?
-
Si claro.
Era sábado, muy temprano. Él
se había levantado con algo de prisa, escogió entonces la camisa azul que
alguna vez vió con ella en una tienda y que jamás compró. Escogió aquel parque
donde la encontró, a donde habían vuelto tantas veces. Un día antes había pasado
por el mall, una compra algo apresurada, unas letras leídas. Miles de cosas
remolinaban en su mente, pero él solo quería verla, sabía que la iba a sorprender.
Dieron las cinco de la tarde,
llegó puntual. Perfumado y bien peinado. Después de arrancarle un beso y de
mirarla con todo el amor que jamás antes sintió por ella, la abrazó, la abrazó
fuerte y sin decir palabra alguna, la miró fijamente y dentro de sus pupilas se
pudieron expresar todas esas emociones que ella esperaba desde hace tanto
tiempo.
-
Quiero preguntarte algo.
-
¿dime?
-
Alguna vez te dije que he sido un estúpido toda
mi vida. Que siempre he tomado las decisiones más absurdas en mi vida y qué,
aún sabiendo que me equivocaba, terco siempre proseguía.
-
Lo sé.
-
También te dije que, si un día decidía ser feliz,
esté donde esté te buscaría.
-
No sigas, si lo recuerdo.
-
Y te dije también, que estés con quien estés o
sin nadie…
-
No sigas, por favor.
-
Te pediría…
-
No lo digas.
-
Si te dijera que quiero…
-
No, mi respuesta es no.
-
¿qué?
-
No regresaré contigo, lo siento. Ha pasado el
tiempo, y créeme. Cada día que pasó lloré por ti como jamás había llorado por
nadie. Esperé cada noche que me llamaras a decirme que eras ese estúpido que
tomaba decisiones estúpidas. Cada noche marqué en mi agenda los días en los que
amanecía y dormía pensando en ti. Cada maldita noche me sentaba en este parque
a esperar a que llegues con cualquier cosa y preguntes por mí, que me abraces y
me invites un café, y eso jamás sucedió. Y cuando me di cuenta que tenía que
perderte, arrancarte de mi corazón para poder avanzar fue cuando tomé la
decisión de simplemente quererte menos cada día. Tenías mi corazón como un
reloj de arena que dejó de esperarte, existía alguien muriendo por ti y ahora
tienes frente a ti un ataúd que no puedes abrir. ¿pensaste que después de
entregarle a otra persona lo que me juraste, yo regresaría agradeciéndote la nueva
oportunidad que me das? No es así, no soy así. No te creo, es más, sé que lo que
me propones ahora será el motivo de un futuro arrepentimiento y el amor que
sentí por ti sólo puedes matarlo una vez. Ese amor murió, se quedó, colgado en
tu balcón, impregnado en tu closet donde seguramente ya no están las faldas que
me olvidé. Lo siento, pidas lo que pidas, digas lo que digas, mi respuesta es
no. ¿te amo?: no, ¿te extraño?: no, ¿quiero regresar contigo?: NO.
El silencio es a veces el placer
menos doloroso. Había mucho ruido. Era una calle ancha, la gente volteaba a ver
como un hombre perfumado agachaba la cabeza ocultando las lágrimas que
derramaba al oír las palabras de una mujer que acababa de irse.
Había tanta soledad en cada
paso que daba. El arrepentimiento le rebotaba cada segundo con los latidos de
su cuerpo. Las vueltas de la vida eran mejores con ella, lo había entendido muy
tarde, muy tarde. No sabía si precisamente cuando ella se fue, o cuando al
llegar a su balcón sacó de su bolsillo un anillo que jamás colocará sobre sus
dedos.