Escucho mi voz todo el tiempo.
Sé que te preguntarás ¿acaso no es normal pensar con nuestra propia voz? Lo sé,
es normal, pero, ¿Qué tan normal es que tu voz interior tenga gustos, señas y
hasta mente propia?
Es simple. El día que decidí
hacerme un tatuaje aquella voz me sugirió escoger la flor de loto. “Te gusta y es tan difícil de entender su
significado que es ideal para ti” me dijo. Luego, puso la mirada sobre
aquel hombre alto y apuesto de la universidad. No sabía que mirar en él, de
pronto la voz allá arriba ya me anunciaba las pronunciadas líneas de sus ojos,
los hoyuelos que salían de sus mejillas al sonreír, el cabello rizado que se le
escapaba por la frente. Direccionaba siempre mis emociones para sentirme hábilmente
bien.
Normalmente las cosas en mi
cabeza ocurren mejor que en la realidad. Vivo atrapada entre las cosas que
pienso y las cosas que hago y la verdad, pienso mejor de lo que vivo. El otro
día miré una fuente de agua y entre su reflejo pude ver otra dimensión casi
igual a esta. Una donde el silencio te dice muchas cosas, quizá una dimensión
donde todas las cosas que lo rodean te hablan y te mandan señales a través de
tu propia voz. Lo había entendido, tenía que ser así pues, me dije.
Ya han pasado cinco años desde
que él me pidió que sea su novia. El principio fue increíble, tenía todas las
veredas del parque adornadas con flores imaginarias para mí. Los poetas casi
siempre te convierten en el centro de atención y a mí, cándida y desleal, me
gustaba estar ahí.
Luego entendí, que tienen una
cierta facilidad por escribir cosas que no sienten. Pero bueno, aquella voz en
mi cabeza me había pedido que lo pensara más, que quizá, estaría bien alejarme
un poco.
No seas cojuda, dije. Tú me acercaste a él y ¿ahora quieres que lo
deje? Ni hablar. Cambiará, y me amará como yo he soñado. Creí.
Eso no sucedió. En cierto
modo, era yo quien lo llamaba con insistencia para saber si le interesaba que
es lo que yo hacía o decía. Era yo quien compraba flores para adornar un poco sus
ideas, ideas donde quizá ya no rondaban ni mi flor de loto, ni mis ojos claros,
ni mi sonrisa encantadora que enamoraba a todo el mundo, menos a él. Él ya no
me quería, pero yo veía en cada situación de afecto una oportunidad para
encontrar las llaves de la puerta de ese amor que un día sentí que me tenía. Eso
jamás sucedería.
Después de eso decidí dejar de
escuchar a esas voces. Corría por las calles, con la esperanza de que él voltee
a verme, de que me quiera nuevamente en su vida, de que me quiera nuevamente en
su cama o nuevamente en sus poemas. “Los poetas mienten tan hermosamente” me
habían advertido, y sin embargo siempre estaba yo, justificando una a una sus mentiras
para tratar de entender del porqué ya no era la mujer de su vida.
Odiaba aquella dimensión donde
todo me hablaba. Golpeaba con frecuencia mi cabeza, tomaba tranquilizantes para
poder aplacar el sentido y la coherencia. Estar en modo suspendido, mirando el
cielo de mi patio tirada sobre una silla de alcoba era mi deporte favorito. Los
diez kilos menos de mi vida se habían fundido con el viento que golpeaba todos
los días mi rostro y despeinaban mis cabellos sin sonrisa, sin encanto, sin alma.
La vida se volvió de pronto
una telaraña que se consumía poco a poco y se quedaba sin madeja. En el centro
me encontraba siempre, malherida y poco arrepentida por querer y desperdiciar tanto por un
hombre que no volvería y por el cual guardaba la esperanza de que alguna vez
voltearía a reconocer su error y a llevarme a todos esos lugares que no existen
en esta realidad, pero si en sus folios.
Y así, retorcida y sin alma.
Jodida y sin amor propio alcancé a quedarme quieta por cinco minutos frente a
un espejo. Frente a mi vi el atardecer de un alma que se despedía del cuerpo. Despeinada
y mal oliente; mi reflejo sacó fuerza de voluntad y se movió sin que yo lo
hiciera. Golpeó el vidrio del otro lado de esta dimensión y tiró fuerte de mi
hombro. Me miró fijamente con la más absoluta tristeza que jamás pude conocer y
casi desahuciada me susurro con una lágrima en los ojos: “por favor, quiéreme otra vez…”