jueves, 19 de julio de 2018

Quiéreme otra vez.




Escucho mi voz todo el tiempo. Sé que te preguntarás ¿acaso no es normal pensar con nuestra propia voz? Lo sé, es normal, pero, ¿Qué tan normal es que tu voz interior tenga gustos, señas y hasta mente propia?

Es simple. El día que decidí hacerme un tatuaje aquella voz me sugirió escoger la flor de loto. “Te gusta y es tan difícil de entender su significado que es ideal para ti” me dijo. Luego, puso la mirada sobre aquel hombre alto y apuesto de la universidad. No sabía que mirar en él, de pronto la voz allá arriba ya me anunciaba las pronunciadas líneas de sus ojos, los hoyuelos que salían de sus mejillas al sonreír, el cabello rizado que se le escapaba por la frente. Direccionaba siempre mis emociones para sentirme hábilmente bien.

Normalmente las cosas en mi cabeza ocurren mejor que en la realidad. Vivo atrapada entre las cosas que pienso y las cosas que hago y la verdad, pienso mejor de lo que vivo. El otro día miré una fuente de agua y entre su reflejo pude ver otra dimensión casi igual a esta. Una donde el silencio te dice muchas cosas, quizá una dimensión donde todas las cosas que lo rodean te hablan y te mandan señales a través de tu propia voz. Lo había entendido, tenía que ser así pues, me dije.

Ya han pasado cinco años desde que él me pidió que sea su novia. El principio fue increíble, tenía todas las veredas del parque adornadas con flores imaginarias para mí. Los poetas casi siempre te convierten en el centro de atención y a mí, cándida y desleal, me gustaba estar ahí.

Luego entendí, que tienen una cierta facilidad por escribir cosas que no sienten. Pero bueno, aquella voz en mi cabeza me había pedido que lo pensara más, que quizá, estaría bien alejarme un poco. 

No seas cojuda, dije. Tú me acercaste a él y ¿ahora quieres que lo deje? Ni hablar. Cambiará, y me amará como yo he soñado. Creí.

Eso no sucedió. En cierto modo, era yo quien lo llamaba con insistencia para saber si le interesaba que es lo que yo hacía o decía. Era yo quien compraba flores para adornar un poco sus ideas, ideas donde quizá ya no rondaban ni mi flor de loto, ni mis ojos claros, ni mi sonrisa encantadora que enamoraba a todo el mundo, menos a él. Él ya no me quería, pero yo veía en cada situación de afecto una oportunidad para encontrar las llaves de la puerta de ese amor que un día sentí que me tenía. Eso jamás sucedería.

Después de eso decidí dejar de escuchar a esas voces. Corría por las calles, con la esperanza de que él voltee a verme, de que me quiera nuevamente en su vida, de que me quiera nuevamente en su cama o nuevamente en sus poemas. “Los poetas mienten tan hermosamente” me habían advertido, y sin embargo siempre estaba yo, justificando una a una sus mentiras para tratar de entender del porqué ya no era la mujer de su vida.

Odiaba aquella dimensión donde todo me hablaba. Golpeaba con frecuencia mi cabeza, tomaba tranquilizantes para poder aplacar el sentido y la coherencia. Estar en modo suspendido, mirando el cielo de mi patio tirada sobre una silla de alcoba era mi deporte favorito. Los diez kilos menos de mi vida se habían fundido con el viento que golpeaba todos los días mi rostro y despeinaban mis cabellos sin sonrisa, sin encanto, sin alma.

La vida se volvió de pronto una telaraña que se consumía poco a poco y se quedaba sin madeja. En el centro me encontraba siempre, malherida y poco arrepentida por querer y desperdiciar tanto por un hombre que no volvería y por el cual guardaba la esperanza de que alguna vez voltearía a reconocer su error y a llevarme a todos esos lugares que no existen en esta realidad, pero si en sus folios.

Y así, retorcida y sin alma. Jodida y sin amor propio alcancé a quedarme quieta por cinco minutos frente a un espejo. Frente a mi vi el atardecer de un alma que se despedía del cuerpo. Despeinada y mal oliente; mi reflejo sacó fuerza de voluntad y se movió sin que yo lo hiciera. Golpeó el vidrio del otro lado de esta dimensión y tiró fuerte de mi hombro. Me miró fijamente con la más absoluta tristeza que jamás pude conocer y casi desahuciada me susurro con una lágrima en los ojos: “por favor, quiéreme otra vez…”



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