Nicolás había descendido como todos los días
los cinco pisos que de día le hacen ver la gloria, y de noche la oscuridad de
algunas luces y algunas sombras. Las cinco cuadras acompañadas de canciones
tristes ya se hicieron hace mucho tiempo rutinarias. “tengo que cambiar de ruta”,
pensó. Hace ya algunos días que un miedo que creía superado lo ha vuelto a
perseguir por las calles.
“Pero qué demonios”, pensó. ¿Cómo podría
cambiar de ruta si cada calle caminada y por caminar tenían siempre un rastro
de ella?
Beatriz. No había mucho que contar, unos pares
de años entregados de buena y mala manera, unos ojos adornados con dos lunas,
una mirada muy redonda que te llegaba hasta el alma. Si al principio Nicolás se
enamoró de su mirada, con el tiempo, se enamoró de mucho más que una mujer
capaz de hacerlo caer y de hacerlo subir. Unos pares de años decidiendo
entregarle la vida, el alma y el amor mal educado a una sola persona que lo
conocía y que se conocía casi de memoria. Si Beatriz no podía respirar, Nicolás
siempre tenía la manera de recuperarla. Si él se enfrascaba en alguna diatriba,
Beatriz era capaz de encontrar cualquier ruta alterna más fácil y completa. Él
amaba su forma de mirar y ella amaba su forma de surgir. Así era Beatriz,
cúmulo y patrón perfecto en el lienzo desteñido que se armaba en cada día, capaces
de describirse la vida y el morbo con una canción compartida, con una película,
con una noche donde solo eran capaces de desnudarse el cuerpo y el corazón, así
la amaba Nicolás, así, lo amaba Beatriz.
Nicolás ha llegado a la estación del metro. No
irá hacia adelante, pero a la espalda hay un parque algo frío y ha buscado la
misma silla donde se sentó a recibir los regalos de Beatriz.
“Es extraño” pensó.
“Sé perfectamente que ella no volverá, y si
vuelve no será capaz de olvidar lo que hice, ni de olvidarme lo que hizo, a
pesar de que me regaló algunos meses escapando del nido donde había construido un
nuevo refugio. A pesar de haberme regalado más noches de amor en tan poco
tiempo, a costa de su fidelidad, a costa de que todo su mundo le haya obligado
a alejarse de mí. Ella no volverá y esta debe ser la décima vez que convenzo de
que no debo extrañarla, pero la extraño.”
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Camilo Cárdenas doblaba una esquina. Entrelazado
y jodido, decepcionado por las vueltas que le da a su última decepción.
“Joder, sí que la vida sabe esconder muy bien a
sus lobos, sí que el destino sabe disparar más fuerte que fusil en guerra
bélica. He sido un pequeño hámster fundido en una selva donde habitaba el reino
de los más oscuros animales salvajes, pero alabado sea el Dios que no existe,
estoy vivo, estoy de pie”.
No todas las veces hasta el más recio de los
criminales se sienta en un parque a observar el desplazamiento de las hojas que
se caen y suben con el viento. Es un viento nuevo el que llega, el que lo hace
sentirse algo cansado. Ha visto una banca de madera, y ha decidido acomodarse.
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Sebastián debe ser de los chicos que sueñan dar
la vuelta al mundo con un perro y una mochila llena de huevadas. El nació con
una canción de Rubén Blades y dos botellas llenas de cerveza negra. Nunca se
hizo problemas por los golpes que le caían en cada parte de su cuerpo, siempre
se levantaba a observar el mundo esperando algún mejor cambio.
Sebastián sabía que vivía enamorado ya hace algún
tiempo de una mujer poco transparente. Eso, lo seducía. “Después de tantas
películas de R. Darín, quisiera darme el lujo de encontrar mi propia Irene
Menendez Hastings, mi propia Laura Ramallo, quisiera tocar algo que se
convierta en oro o en mierda de vez en cuando y que me digan que está muy bien
para empezar. Esta mujer era perfecta, era tan perfecta que lógicamente, no
debió ser para mí, sino para alguien capaz de observar y no juzgar esa
perfección. Estoy loco, y así, desequilibrado nunca seré capaz de detener
ese poder que ella posee sobre mí. Con una palabra yo puedo llevarla al más
oscuro rincón de la humillación pero ella con un beso fue capaz de desatarme
todas las malditas cadenas que me impedían avanzar, me ha rescatado. Pero ya no
está”.
La mochila y el perro, los cuchillos sobre la
espalda. Ya no encuentra más caminos para andar y solo se resigna a dar
vueltas sobre círculos que nunca acaban. “este amor es como un círculo, no le
veía principio ni final, ella se salió del círculo. Yo no pude detenerla ni seguirla”.
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Nicolás observaba el vació de una ausencia.
Sobre una libreta vieja apunta siempre las cosas que va recordando al día. Si
va por una calle de pronto algún postre mal preparado y una voz en su cabeza
que le dice “ella lo hacía mejor”. Si va por la calle de pronto una canción y
la misma voz “ella era esa mujer celosa”. Si va por cualquier camino adornado
por neón la jodida voz “en este lugar nos amamos sin control”. No es justo,
nadie dijo que debía serlo. Entrampado en trivialidades y en demasiado
descontrol, Nicolás se arrepiente de mucho Sherlock Holmes, de mucho Benjamín
Espósito. Tal vez, de hacer las cosas un poco más simples, Beatriz todavía
estaría con él. El amor reservado para ella se empieza a ir con el cansancio.
Ya son varias horas sentado en aquel parque, ya te tienes que ir. Abre la
libreta y después de escribir un verso corto, lo ha firmado con un alias y le
ha puesto nuevamente de nombre “Beatriz”.
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Las penas se consumen mejor con cigarros y con
alcohol, Camilo lo sabía, hacía mucho tiempo que no alzaba la mano y la voz
brindando por ese desamor que ardía peor que la Ceftriaxona en polvo. Prende el
reproductor y las malditas coincidencias dejan caer al viento el sonido de una
canción. “eres tú, eres tú, mi puta tímida”. Revuelve los años hacia atrás, la
entrada a Lima después de tres días y diez llegadas. Eras tú, mi puta tímida la
que ahora en el alcohol y en el cigarro me decían que no
regresaría. A tu salud, dejo caer mis penas, a tu salud.
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Sebastián ha perdido ya un poco el equilibrio
del sentido sobre sí mismo. “ella escogió un camino momentáneo, ella vino a
pesar de pertenecerle a otro, me abrió más caminos en tan poco tiempo y
quisiera volver a verla para agradecérselo, quisiera que esté aquí, quisiera
decirle por última vez que la amo, que la amaré y que mi forma de amar siempre
será de una sola manera. A mi manera, a mi modo, en silencio, sin mostrar todo,
siempre con mentiras que no me revelen ante ella, siempre diciéndole te amo
poco, esperando que entienda que es todo lo contrario, porque cuando menos le
demostré amor más me amó, y cuando más le abrí mis brazos, menos me eligió. Vuelve
para que veas como te miento al decir que no te extraño, vuelve para que veas
como me río de ti mientras me destruyo por dentro, vuelve porque sigo siendo el
viajero dañino que te amará mejor que nadie pero que te alejará para que seas
feliz. (suena “confesión” de Bunbury y Calamaro) y a viva voz, voy a dejar caer
todas mis medallas de esta guerra que he perdido, a tu nombre.
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Beatriz,
Durante tanto tiempo he sabido
Disimular muy bien mis cometidos,
Durante tanto tiempo me encerré
En personajes libres y misteriosos.
Me fundí entre vuelos perdidos,
Entre duelos de amores imposibles
Y pensamientos celosos.
Tu ausencia es más grande que este verso
Que no encuentra libro ni folio donde caer
Donde mostrarse, donde existir.
Aunque sea lo último que leas,
Aunque sea lo último que observes con esos ojos
Voy a insistir en mis mentiras,
Serás feliz, feliz sin mí.
Porque el tiempo avanza desde ahora hacia atrás
Segundos menos de ausencia.
Otro amor llenará este vaso y en tu nombre
Renacerán los montes, en tributo a tu
presencia.
Beatriz, serás feliz, feliz sin mí.
Nicolás cierra el libro, y con el libro, caen y se guardan en un remolino Camilo y Sebastián, dueños de otras hojas, y de historias diferentes, pero ambos abrazados por el mismo
dolor. Nicolás se levanta de su silla, se coloca los lentes y empieza a caminar,
acaba de pasar una mujer con la mirada redonda y las rodillas descuidadas. Él la recuerda, él la extraña, él, a pesar de
sus mentiras y de los imposibles, todavía la ve en cada calle, en cada falda,
en cada mirada. Todavía pesa la ausencia de Beatriz, de aquella Beatriz que él aun
ama.
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