lunes, 16 de octubre de 2017

Carrusel II



Tres preguntas. Dos respuestas. Días de F. “F”, de felicidad falsa. “F” de fastidio, de fin de fiesta, de finales y de finanzas. Caían las nueve de la noche y antojaba estar solo. Nueve pisos por la escalera más escondida del edificio me dirigen abajo, con el volumen del iPhone cuesta arriba al borde de la locura musical. No todas las noches uno grita internamente de frustración, ni se golpea imaginariamente contra las paredes de la desolación. Había un punto chueco, mis expectativas no encajaban con ninguna expectativa y yo, parecía resignado.

Salir de periodos prolongados de estrés necesitan un escape y no encontré alguno.

- Te espero en la alameda – dije.
- ¿Cuál alameda?-  Dijo.

Nunca supe si realmente eso era una alameda, tampoco me importaba, solo observé un pasaje con faroles y bancas, para mí era una alameda, para P. era solo un espacio frente a las ventanas del edificio que hace dos minutos había recorrido de bajada. Nada podría resultar ya peor. Al salir empezó todo lo extraño, en un segundo el tiempo se detuvo, las luces, los autos, la hora. Fui capaz de respirar tres veces mientras ella se detuvo también con todo lo demás. Me acerqué a observarla por primera vez en toda la noche. Yo tampoco hago intercambio visual cuando estoy tenso y no me atreví a transmitirle mi impaciencia cuando estuve cerca. P. estaba ahí, y su cabello combinaba con su traje, y sus labios combinaban con mi sangre, y mis ojos se fijaban a los suyos, o quizás al revés; y su piel combinaba con mi piel. Había un lado luminoso entre la distancia de tus pasos y en mitad de la calle, empezaba a sentirme bien.

Todo regresó a la normalidad en tres minutos. Debajo de mis anteojos rojos escondía todavía un poco la rabia de sentirme derrotado, leíste sin querer mis intenciones de sentarnos a conversar y de compartir la misma frustración al menos, por unos breves instantes. El frío del ambiente manejaba direcciones intranquilas que se dividieron delante de nosotros, y aunque no lo notaras pude al fin hacer tres cosas a la vez: escucharte, observarte y hacerte sonreír. Cada una de esas cosas planificadas espontáneamente. De pronto en un segundo todo nuevamente se detuvo, una hoja levitaba a unos metros de nosotros y un desconocido intentaba montarse en una de las motocicletas y se había quedado a medio alzar. Existía una perfección en tu perfil, se dice que la curva más expresiva de una mujer debe ser siempre su sonrisa, pero en ese momento no me desencadenaba la curva de tu felicidad. Había leído tus labios sin oírlos. Sabía lo que ibas a decir sin escucharte por momentos. El farol más extremo a tu izquierda alumbraba perfectamente el monte más alto de aquella unión de dos horizontes rojos que transmitían palabras dulces con voz atrayente, tan atrayente como un remolino mortal en la parte más pasional del mismo triángulo de las Bermudas. En ese momento era un pescador en alta mar lanzando el anzuelo y siendo capturado por las olas. Seguí subiendo la mirada hacia tus ojos, que miraban aproximadamente cinco metros hacia adelante. No podía entender en ese instante de qué forma o en qué momento decidí trasladar todas esas emociones escondidas nuevamente a flote. Recordé ese gusto visceral por la desconsolación en las letras de Sabina, ese rango emocional que te araña las entrañas ante cualquier canción de Bunbury. El dichoso desenfreno de aquella historia entre Hielo y Fuego que te hacía emocionar cada domingo. En dos minutos esos gustos se acercaban a los míos, tu horizonte era mi horizonte y contemplaba en ese lado de la noche a tu perfección abrazando mi imperfección. Se extendía un cúmulo de sonrisas en medio de la desesperación de las finanzas, y me gustaba que me hicieras sentir bien.

Dos minutos después todo volvió en sí. La motocicletá se marchó y la hoja del árbol culminó su trayecto descendente hacia la vereda. El reloj volvió a correr y con él llegaron las botellas. Adoraba ciertamente que rieras con mi estúpido chiste del pan francés y que comprendieras mi perfecta manera de arruinar el idioma inglés. El frío ya no dividía en ninguna dirección y solo se limitaba a observarnos sentado con las muñecas puestas bajo sus mejillas y las piernas cruzadas. Ya no éramos dos personas encogidas en alguna silla entre Arequipa y Velarde, más bien me atrevería a decir, dos personas tratando de aplacar sus frustraciones en común con momentos diferentes.

- Significa mucho para mí que estés aquí – pensé, pero no lo dije. Otra vez vino a mi mente ese episodio de señales equivocadas que alguna vez me arruinaron la paciencia y la esperanza, señales que me envían a lugares oscuros y grises llenos de recuerdos y arrepentimientos. Dedos señalándome y burlándose de mí. – Pero tú no crees en el amor – me dijo. 

Habían pasado cinco segundos y el tiempo se detuvo, otra vez. Tuve miedo, y ya no me quedé. Caminé hacia adelante asegurándome primero de que no te suceda nada. Corrí, corrí lejos y cada vez más rápido. A los diez segundos no sabía si las cosas se movían alrededor de mí y el tiempo había regresado o era yo quien se movía alrededor de todo lo demás. Pasé por un bucle temporal y aterricé dos días después, en mi habitación conversando por el celular. – Pero tú no crees en el amor – me dijiste. – Pienso que no existe, pero jamás dije que no creía en él – Respondí. Dos días después y seguías ahí, sin importar el tiempo ni la hora o el espacio. Echado en cama, abrazado por la oscuridad de mi puerta cerrada, de mi ausencia de ventanas y de unos focos apagados. – tú creerás en el amor el día que yo crea en Dios – Te dije. Quizá ninguna de esas dos cosas suceda. Quizás me siga creyendo lo suficientemente autodependiente para no rezarle a ninguna deidad obsoleta y tu sigas siendo lo más gentil y cortés como para suavizar mis arranques de recuerdos inefables acompañados con alcohol y de los cuales yo confundo con correspondencia a mis intentos (hasta ahora inútiles) de tocar por un segundo el lado más sensible de tu corazón. – es malo mezclar cualquier cosa con alcohol, sobre todo, a esta hora - sentenciaste. Un golpe en mi cabeza me atrapó como espiral nuevamente y me llevó en un minuto a la alameda dos días antes. Estabas aún ahí, detenida mientras sonreías ocultándote los labios con las manos. Vaya error. Empecé a sentir mis errores mezclados con los tuyos, imaginé pedazos de mi vida comparados con tu vida. Direcciones iguales con resultados distintos hasta hoy. De pronto, eran nuestras espaldas apoyadas en la silla, era tu risa mezclada con mi risa, eran mis labios queriendo acercarse a los tuyos, era tu piel mezclándose con el color de mi piel, y yo, atrapado en dimensiones que cada vez entendía menos, dejaba un poco de sentirme bien.

- Hoy es nuestro último día compartiendo carpeta – dije, y lo notaste mientras nos alejábamos de la improvisada alameda.

- Procuraré ser más selectiva la próxima vez – escuché. Faltaba mucho tiempo para eso. Las horas ya habían pasado y me sentí un poco peor al olvidar algo que no debía olvidar y por lo que tenía que apurarme. - Debería proponerle tener una nueva conversación informal, después de todo, la he pasado bien – pensé. El camino a tu estación se hacía más pequeño cada vez. Nada que se haga pequeño podría ser bueno en estos momentos. La distancia es algo que solo da gusto empequeñecer cuando se extraña, no cuando se necesita. La distancia empezaba a ser un ligero problema de posiciones, una trampa imaginaria que se destruía solo si tu sombra se interponía a la mía. Y de pronto quise que todo se detuviera nuevamente. Ya no tres, ni dos, ni un minuto. Tal vez diez segundos hubiesen sido suficientes para dibujar en mis retinas un poco más de tu perfil, de esos montes de ilusiones rojas que originan poesía. Diez segundos en los que hubiese lanzado una cuerda que trajera a tierra cada destello escondido sobre las nubes en esa noche gris. Diez segundos imposibles para dar la vuelta al mundo en zapatillas, atrapando cada cosa que pueda sorprenderte y ponerla a tus pies cuando todo regrese a la normalidad. Diez segundos para perpetuar aquello que quizá solo en ese espacio paralelo podía ser posible. Diez segundos para permitirle a mis decisiones escoger en silencio sin que nadie más lo sepa. 

Y quizás, después de mezclar tus sueños rotos con los míos, después de desarmar tu desamor en forma de rompecabezas y rearmarlo con acertijos y piezas adornadas con flores, después de perseguir el arco iris imperfecto que nacía en tu cabello hacia tus pasos, y mezclar tu risa con la mía, tus sueños con los míos, de reflejar tus labios rojos sobre mi sangre y mis anteojos chocando con los tuyos, después de desatar uno a uno los cordones que amarran mi fe hacía lo que no creo, después de mezclar el color de tu piel junto a mi piel, quizás después de todo eso que sucedía mientras tú estabas inmóvil en el tiempo; tu respuesta hubiese sido sí, avancemos. Pero el tiempo es algo mezquino. No volvió a detenerse. Me permitió soñar durante seis minutos que pasaron y que no regresarán. Los autos en la avenida se movían, las personas se movían, mis sueños se movían y te tenías que ir, y por alguna razón que no entiendo, aún después de haber pasado ya un poco de tiempo, aun después de creer que todo podría ir bien o mal, apareciste nuevamente, te burlaste de mis gustos culposos y de mi inglés, atinando a decir unas palabras – hope – primero, – tú creerás en el amor el día que yo crea en Dios – dije después. 

Fue entonces que, atrapado entre espejos e ilusiones, volví a sentirme un poco bien.



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