Tres preguntas. Dos
respuestas. Días de F. “F”, de felicidad falsa. “F” de fastidio, de fin de
fiesta, de finales y de finanzas. Caían las nueve de la noche y antojaba estar
solo. Nueve pisos por la escalera más escondida del edificio me dirigen abajo,
con el volumen del iPhone cuesta arriba al borde de la locura musical. No todas
las noches uno grita internamente de frustración, ni se golpea imaginariamente
contra las paredes de la desolación. Había un punto chueco, mis expectativas no
encajaban con ninguna expectativa y yo, parecía resignado.
Salir de periodos prolongados
de estrés necesitan un escape y no encontré alguno.
- Te espero en la alameda – dije.
- ¿Cuál alameda?- Dijo.
Nunca supe si realmente eso
era una alameda, tampoco me importaba, solo observé un pasaje con faroles y
bancas, para mí era una alameda, para P. era solo un espacio frente a las
ventanas del edificio que hace dos minutos había recorrido de bajada. Nada
podría resultar ya peor. Al salir empezó todo lo extraño, en un segundo el
tiempo se detuvo, las luces, los autos, la hora. Fui capaz de respirar tres
veces mientras ella se detuvo también con todo lo demás. Me acerqué a
observarla por primera vez en toda la noche. Yo tampoco hago intercambio visual
cuando estoy tenso y no me atreví a transmitirle mi impaciencia cuando estuve
cerca. P. estaba ahí, y su cabello combinaba con su traje, y sus labios
combinaban con mi sangre, y mis ojos se fijaban a los suyos, o quizás al revés;
y su piel combinaba con mi piel. Había un lado luminoso entre la distancia de
tus pasos y en mitad de la calle, empezaba a sentirme bien.
Todo regresó a la normalidad en
tres minutos. Debajo de mis anteojos rojos escondía todavía un poco la rabia de
sentirme derrotado, leíste sin querer mis intenciones de sentarnos a conversar
y de compartir la misma frustración al menos, por unos breves instantes. El frío del
ambiente manejaba direcciones intranquilas que se dividieron delante de
nosotros, y aunque no lo notaras pude al fin hacer tres cosas a la vez:
escucharte, observarte y hacerte sonreír. Cada una de esas cosas planificadas
espontáneamente. De pronto en un segundo todo nuevamente se detuvo, una hoja levitaba
a unos metros de nosotros y un desconocido intentaba montarse en una de las motocicletas y se había quedado a medio alzar. Existía una perfección en tu perfil, se
dice que la curva más expresiva de una mujer debe ser siempre su sonrisa, pero
en ese momento no me desencadenaba la curva de tu felicidad. Había leído tus
labios sin oírlos. Sabía lo que ibas a decir sin
escucharte por momentos. El farol más extremo a tu izquierda alumbraba
perfectamente el monte más alto de aquella unión de dos horizontes rojos que
transmitían palabras dulces con voz atrayente, tan atrayente como un remolino
mortal en la parte más pasional del mismo triángulo de las Bermudas. En ese momento
era un pescador en alta mar lanzando el anzuelo y siendo capturado por las olas.
Seguí subiendo la mirada hacia tus ojos, que miraban aproximadamente cinco
metros hacia adelante. No podía entender en ese instante de qué forma o en qué
momento decidí trasladar todas esas emociones escondidas nuevamente a flote. Recordé
ese gusto visceral por la desconsolación en las letras de Sabina, ese rango
emocional que te araña las entrañas ante cualquier canción de Bunbury. El
dichoso desenfreno de aquella historia entre Hielo y Fuego que te hacía
emocionar cada domingo. En dos minutos esos gustos se acercaban a los míos, tu horizonte era
mi horizonte y contemplaba en ese lado de la noche a tu perfección abrazando mi
imperfección. Se extendía un cúmulo de sonrisas en medio de la desesperación de
las finanzas, y me gustaba que me hicieras sentir bien.
Dos minutos después todo
volvió en sí. La motocicletá se marchó y la hoja del árbol culminó su trayecto
descendente hacia la vereda. El reloj volvió a correr y con él llegaron las
botellas. Adoraba ciertamente que rieras con mi estúpido chiste del pan francés
y que comprendieras mi perfecta manera de arruinar el idioma inglés. El frío ya
no dividía en ninguna dirección y solo se limitaba a observarnos sentado con las muñecas puestas bajo sus mejillas y las piernas cruzadas. Ya no éramos
dos personas encogidas en alguna silla entre Arequipa y Velarde, más bien me
atrevería a decir, dos personas tratando de aplacar sus frustraciones en común
con momentos diferentes.
- Significa mucho para mí que estés aquí – pensé, pero no lo dije. Otra
vez vino a mi mente ese episodio de señales equivocadas que alguna vez me
arruinaron la paciencia y la esperanza, señales que me envían a lugares oscuros y grises
llenos de recuerdos y arrepentimientos. Dedos señalándome y burlándose de mí. – Pero tú no crees en el amor – me dijo.
Habían pasado cinco segundos y el tiempo se detuvo, otra vez. Tuve miedo, y ya
no me quedé. Caminé hacia adelante asegurándome primero de que no te suceda
nada. Corrí, corrí lejos y cada vez más rápido. A los diez segundos no sabía si
las cosas se movían alrededor de mí y el tiempo había regresado o era yo quien
se movía alrededor de todo lo demás. Pasé por un bucle temporal y aterricé dos
días después, en mi habitación conversando por el celular. – Pero tú no crees en el amor – me dijiste. – Pienso que no existe, pero jamás dije que no creía en él –
Respondí. Dos días después y seguías ahí, sin importar el tiempo ni la hora o
el espacio. Echado en cama, abrazado por la oscuridad de mi puerta cerrada, de
mi ausencia de ventanas y de unos focos apagados. – tú creerás en el amor el día que yo crea en Dios – Te dije. Quizá
ninguna de esas dos cosas suceda. Quizás me siga creyendo lo suficientemente
autodependiente para no rezarle a ninguna deidad obsoleta y tu sigas siendo lo
más gentil y cortés como para suavizar mis arranques de recuerdos inefables
acompañados con alcohol y de los cuales yo confundo con correspondencia a mis
intentos (hasta ahora inútiles) de tocar por un segundo el lado más sensible de
tu corazón. – es malo mezclar cualquier
cosa con alcohol, sobre todo, a esta hora - sentenciaste. Un golpe en mi
cabeza me atrapó como espiral nuevamente y me llevó en un minuto a
la alameda dos días antes. Estabas aún ahí, detenida mientras sonreías
ocultándote los labios con las manos. Vaya error. Empecé a sentir mis errores
mezclados con los tuyos, imaginé pedazos de mi vida comparados con tu vida. Direcciones
iguales con resultados distintos hasta hoy. De pronto, eran nuestras espaldas
apoyadas en la silla, era tu risa mezclada con mi risa, eran mis labios
queriendo acercarse a los tuyos, era tu piel mezclándose con el color de mi
piel, y yo, atrapado en dimensiones que cada vez entendía menos, dejaba un poco
de sentirme bien.
- Hoy es nuestro último día compartiendo carpeta – dije, y lo
notaste mientras nos alejábamos de la improvisada alameda.
- Procuraré ser más selectiva la próxima vez – escuché. Faltaba mucho
tiempo para eso. Las horas ya habían pasado y me sentí un poco peor al olvidar
algo que no debía olvidar y por lo que tenía que apurarme. - Debería proponerle tener una nueva conversación informal, después de
todo, la he pasado bien – pensé. El camino a tu estación se hacía más
pequeño cada vez. Nada que se haga pequeño podría ser bueno en estos momentos. La
distancia es algo que solo da gusto empequeñecer cuando se extraña, no cuando
se necesita. La distancia empezaba a ser un ligero problema de posiciones, una trampa
imaginaria que se destruía solo si tu sombra se interponía a la mía. Y de
pronto quise que todo se detuviera nuevamente. Ya no tres, ni dos, ni un minuto.
Tal vez diez segundos hubiesen sido suficientes para dibujar en mis retinas un
poco más de tu perfil, de esos montes de ilusiones rojas que originan poesía. Diez
segundos en los que hubiese lanzado una cuerda que trajera a tierra cada destello
escondido sobre las nubes en esa noche gris. Diez segundos imposibles para dar
la vuelta al mundo en zapatillas, atrapando cada cosa que pueda sorprenderte y
ponerla a tus pies cuando todo regrese a la normalidad. Diez segundos para
perpetuar aquello que quizá solo en ese espacio paralelo podía ser posible. Diez
segundos para permitirle a mis decisiones escoger en silencio sin que nadie más
lo sepa.
Y quizás, después de mezclar tus sueños rotos con los míos, después de
desarmar tu desamor en forma de rompecabezas y rearmarlo con acertijos y
piezas adornadas con flores, después de perseguir el arco iris imperfecto que
nacía en tu cabello hacia tus pasos, y mezclar tu risa con la mía, tus sueños
con los míos, de reflejar tus labios rojos sobre mi sangre y mis anteojos chocando con los tuyos,
después de desatar uno a uno los cordones que amarran mi fe hacía lo que no
creo, después de mezclar el color de tu piel junto a mi piel, quizás después de
todo eso que sucedía mientras tú estabas inmóvil en el tiempo; tu respuesta
hubiese sido sí, avancemos. Pero el
tiempo es algo mezquino. No volvió a detenerse. Me permitió soñar durante seis
minutos que pasaron y que no regresarán. Los autos en la avenida se movían, las
personas se movían, mis sueños se movían y te tenías que ir, y por alguna razón
que no entiendo, aún después de haber pasado ya un poco de tiempo, aun después
de creer que todo podría ir bien o mal, apareciste nuevamente, te burlaste de
mis gustos culposos y de mi inglés, atinando a decir unas palabras – hope – primero, – tú creerás
en el amor el día que yo crea en Dios – dije después.
Fue entonces que, atrapado
entre espejos e ilusiones, volví a sentirme un poco bien.
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