miércoles, 18 de octubre de 2017

Pequeño Paladín



Érase una vez, un castillo con dos torres, portón y caballos; un lago que erosionaba entre las piedras con agua artificial traído desde una pileta cercana, y un bosque improvisado por un jardín grande, tan grande que después de cierta hora era difícil observar el horizonte. Los cartones mal doblados, pero con dedicación tenían un cartel inmenso en su entrada:

“Bienvenidos a Torrelandia”

De pronto, salió corriendo por el bosque, aquel caballero montado en un listón de madera con alma de potro, casi en el ocaso, era el momento ideal para la inspección nocturna. Sólo sabía que la luz de la luna la hacía brillar. Su espada de madera atravesaba toda la maleza con tal de encontrarla o tan sólo verla despertar.

Así fue como después de un largo viaje, miraste tu brújula dibujada en el brazo. Detrás de las cigarras, las luciérnagas y las aguas de un lago escondido y lleno de colores, se levantó una dulce hada de cabellos dorados. La sorpresa se tradujo en el tamaño en que tu boca y tus ojos se abrieron por la impresión. Era tu mejor tesoro, y lo tenías frente a ti. Las historias que te habían contado eran reales y no podrías creerlo. Guardaste tu espada, y caminaste con un poco de temor y admiración.

- No soy quien, para merecer mirarla, ojalá mi capa improvisada y mi porte de caballero no le falten el respeto, a sus pies ahora me arrodillo y prometo protegerla de los duendes y diablillos que se atrevan a tocarla, desde hoy, Torrelandia le sirve de guardián hasta el final de sus días - dijiste, al mismo tiempo que ensayabas un saludo muy cortés. Ella sonreía y esa era la victoria de tu actual batalla en la conquista del mapa de tus deseos.

De caballero solo el tenías el apellido, una mezcla Vasca que los antiguos señores del Llodio te habían heredado. De fortaleza en ese momento solo tus ojos mirando a los suyos. Mientras ella danzaba en medio de las aguas, destilando en cada rayo de luna destellos que salían de su sonrisa, tú le seguías los pasos y la mirabas con la curiosidad de un niño que observa a lo lejos su más anhelado sueño llegar. Ella te miró y pudo reconocer en tus ojos caídos tu curiosidad valiente - vuela conmigo, valiente paladín, si me tomas de la mano no necesitarás nada más que tus deseos para ser parte de mi - te dijo.

De pronto estabas merodeando el lado menos luminoso de las estrellas. La emoción se fundía con las violetas y auroras en el cielo. El paraíso tenía alas, cabellos dorados y en ese momento era tu fiel amiga, princesa y compañera. Después de explorar los anillos de Saturno, el gran ojo de Júpiter, y de repatriar un resfrío en el lado más triste de Plutón, volviste a la velocidad de la luz hasta la tierra en el descenso más pacífico y cómodo que tu viejo caballo de madera. - Te ofrezco mi espada, mi inocencia, mi valor de niño. Aunque sea poco y sea breve, es la forma más normal que tengo de entregarte eso que los grandes llaman bonito cariño - dijo él.

Ella lo miraba. - Quédate conmigo – le dijo. - De donde vengó no es el cielo, no hay princesas, ni carrozas mágicas, ni caballeros ni realezas. Solo un viejo bosque desde donde cuidamos que los lagos tengan vida, que las rosas tengan aroma a rosas y desde donde las aves ensayan sus cantos. No conocemos de cariño, ni de valentía, ni de inocencias. Quédate conmigo, y enséñame que significa el valor de tu gran alegría-

El la miró, no entendía. El corazón le latía cada vez con más fuerza. Sabía que la pasión descontrolada de volver a Torrelandia o de quedarse ahí lo terminaría confundiendo más. - No puedo- dijo él -eres lo más bonito que jamás podré tener, ir contigo me daría más aventuras en la vida que mil vidas aquí en la tierra, pero tú tienes un destino que significa más que un sueño como el mío. Te puedo prometer algo, iré donde él sabio maestro y aprenderé todo lo que tú conoces, ellos cuentan sus historias siempre. Mantendré el agua limpia de los lagos, perfumaré aquellas rosas que lo necesiten y escucharé a las aves cantar tratando de entenderlas. Y cuando todo eso suceda regresaré, y tú sabrás que por fin podré cruzar del lado de dónde quieres que me quede - Dijo él, y se alistó para marcharse.

- No te vayas aún, si no vienes me iré contigo, he pasado más tiempo del que tengo permitido salir, si vuelvo, me encerrarán en una ciénaga en el lado más oscuro la isla, me quitarán las alas y me condenarán a limpiar junto a las demás hadas que han faltado el juramento – dijo. - ¿Qué juramento? – Preguntaste. – No aparecer ni hablar con nada ni con nadie. Si es inevitable al menos dime cuál es tu nombre de cuna, el mío es Doriev, y te prometo que jamás te olvidaré – y mientras la tristeza se adornaba con una lágrima sobre su mejilla blanca, el cielo se abrió de golpe. Un destello cayó sobre ella y la abrazó con unos mantos oscuros llenos de sombras. Ella gritó mientras le quitaban las alas.

Él corrió hacia ella tratando de salvarla, trepó a un roble y cogió unas ramas para llegar a un punto alto. Saltó sobre la copa de un árbol después de subir por unas ramas secas, desenvainó su espada de madera y se lanzó hacia ella. Ambos cayeron en el lago. Él luchaba contra aquello que no entendía, y ella lo admiraba mientras ambos descendían. – Mi nombre es Sebastián – Se oyó.


Han pasado más de cincuenta Lunas desde que las puertas de Torrelandia no volvieron a separarse. Desde entonces, los gorriones sueltan melodías antes desde el ocaso, y en medio del silencio, nadie volvió a sentir la inocencia del hada ni del paladín. Desde entonces, todas las tardes cuando alguien se acerca a ese lago a buscar alguna aventura, el sol alumbra fuerte por las tardes, las rosas sueltan un perfume incomparable que enamora hasta a las piedras y las aves cantan en secreto un silbido de amor con luz multicolor que se desprende desde el suelo y que rodean armoniosamente a todos los árboles, a todas las flores y a todos los animales del oscuro bosque, desde hace cincuenta lunas y para siempre. 

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